Por Néstor Estévez
Aquel viernes comenzó con la noticia de un fenómeno natural que había provocado sorpresa.
En la cuenca alta de un río había llovido tanto como para que una crecida descomunal tomara desprevenidos a quienes habitan aguas abajo. Tanta fue el agua que se desplazó por ese torrente que, además de inundar, terminó llevándose una importante estructura y poniendo en movimiento a autoridades y organismos de socorro.
Pero el tema no generaba tanto interés. Además de determinar que lo peor ya había pasado, aquello estaba ocurriendo, como por asunto de pura casualidad, en comunidades que pertenecen a dos de las provincias de las que la gente suele emigrar para buscar oportunidades.
Para quienes miden la importancia de los territorios solo por lo económico, “era una eventualidad ocurrida en esa zona del país que menos aporta al Producto Interno Bruto”. Sencillamente, en la cuenca alta del río Guayubín cayó tanta agua que hizo colapsar la estructura de desvío que facilita los trabajos de construcción de la controversial presa Boca de los Ríos, inundó comunidades, puso “barbas en remojo” y provocó la declaratoria de alerta roja para Montecristi.
Como de costumbre, la generalidad asumió que “la vida sigue su agitado curso”. Se había alertado sobre el inicio de “un nuevo período lluvioso en República Dominicana que podría durar 5 días”. Jean Suriel fue más explícito: “hasta el lunes incidirán una vaguada, una onda tropical y mucha humedad en el Caribe central”, publicó en sus redes sociales. Pero la atención, en el mejor de los casos, estaba centrada en esos temas irrelevantes (de moda) que tanto abundan.
Lo otro es historia: un total trastorno, con consecuencias muy lamentables y otras por precisar, se vivió durante horas que parecían interminables en el lugar “donde hacen los cheques”. “La capital colapsó”, llegó a titular más de un medio.
¡La madre naturaleza, con sus modos de enseñar! Agua. Lluvia. Ese líquido que cae de las nubes. Esa que no pudo ser contenida en la cuenca alta de Guayubín, estaba estancada o corriendo de manera inusual en la Ciudad Primada del Nuevo Mundo, y no encontraba vía adecuada para correr y llegar al mar.
¿Estaremos entendiendo la lección? ¿Habrá servido lo ocurrido para que retomemos la idea de contar con el entorno para todo emprendimiento? ¿Servirá esta lección para que, colocando a las personas en el centro de las políticas y decisiones públicas, escojamos acciones que viabilicen la convivencia y el avance?
Lo acaba de advertir el secretario general de la ONU, de cara a la cumbre climática en Egipto. António Guterres nos ha recordado que el planeta se dirige hacia un «caos climático» irreversible.
Para ese caos ha contribuido cualquier gran potencia que pone trabas a los intentos por reducir emisiones contaminantes, pero también lo hace quien con todo desparpajo lanza un envase plástico o una goma masticada en cualquier lugar.
En el intermedio cuentan quienes parecen confundir el medio ambiente con el bosque. Pero también hay culpa en quien, de manera perversa, solo ve sus beneficios, inmediatos por demás, a la hora de explotar las riquezas que le quedan a la mano.
En definitiva, tanto convivencia como sostenibilidad son asignaturas que venimos reprobando de manera creciente. ¿En quién está la deficiencia? ¿En la madre y maestra naturaleza o en quienes estamos llamados a usar nuestra condición de “seres racionales”?
La naturaleza, a la que pertenecemos y de la que dependemos, nos lo ha gritado de múltiples maneras. ¿Qué más falta para que entendamos? ¿Le echaremos la culpa a la maestra?